sábado, 6 de septiembre de 2008

La misma sal

No sabía por qué, pero el sonido del mar al romper en la orilla le tranquilizaba. Por eso, siempre que podía, se deslizaba desde la habitación del hotel hasta la playa, en medio de la noche, cuando el océano apenas es un tumulto de espuma. No le daba miedo enfrentarse sola contra el mar, porque sabía que éste estaba de su parte. Ya se conocían.
Llevaba puesta una camiseta que le llegaba hasta más allá del codo pero, aun así, cuando puso su pie sobre la arena notó como se le erizaba el vello de la nuca. Estaba fría. Le encantaba sentir la arena fría bajo sus pies descalzos. Le hacía sentirse viva, y ésa era una sensación que no se experimenta muy a menudo. Pocas veces toma uno conciencia de su existencia, y ella había aprendido a saborear esos momentos.
Avanzó unos metros y se sentó sobre la arena, dejando que el Mediterráneo, en su vaivén, jugara a mojarle las puntas de los pies en cada ida y venida. Se apartó el pelo de la cara y dejó que sus ojos se perdieran en el horizonte oscuro, soñando, una vez más, que soñaba despierta.
El rumor del mar y la brisa evocaron una tarde de invierno en París, esa ciudad a la que nunca ha ido pero que tan bien conoce. No le hace falta haberla recorrido para verla en sus ensoñaciones. Sigue siendo bonita a pesar de la niebla que empaña sus cristales, enfría su aliento y perla sus cornisas con un ligero rocío. Sigue siendo la desconocida a la que tanto ama.
A veces sueña que es la Torre Eiffel. Majestuosa, dominando el lecho dormido de una ciudad suicida que se alimenta de los sueños de gente como ella. Si estuviera en lo alto de la torre, le gustaría gritar y hacer que su voz inunde cada rincón de esa urbe de plata que destila el aroma de las rosas. Hacerla suya.
Le encantaría pasear por las calles su soledad y dejar un poquito de ella en cada uno de sus rincones. Quizá encontrara así alivio para un alma anciana, que en un cuerpo de veintiún años pesa como si tuviera ochenta, de tan ajada como está.
Apenas se acuerda de la última vez que se rió de veras, con ganas, desde muy adentro. Quizá fue cuando él recorría con el dedo su espalda, y le susurraba al oído que nunca la iba a dejar. El primer amor dura apenas un suspiro, pero su final duele durante toda la vida.
Notó que tenía los ojos cerrados, apretados muy fuerte, para no dejar escapar la oscuridad. Al tiempo que un lágrima se deslizaba por su mejilla, el agua le cubrió los tobillos, devolviendo su mente a la realidad. Miró el horizonte y sintió que el mar lloraba con ella, con las mismas lágrimas, la misma sal. Y sonrió, antes de tumbarse sobre la arena y dejar que el mar la cubriera por completo…

1 comentario:

Anónimo dijo...

!Bueno ya esoty aquí!! Por fin, y si más preámbulos escribe la persona que te proporcionó sus pensamientos para inspirarte en "La misma sal".
Como anteriormente ya te dije, y aún lo mantengo, eres el mejor escritor que yo hem conocido "en persona" jiji. Tienes madera, a parte de rencores y de tonterias,se que eres bueno esn ésto, y que es tu pasión!! Si te digo la verdad, una vez leido sientes la necesidad de respirar a fondo y sentir la trankilidad que da imaginarte que eso puede ocurrir en un momento de tu vida!! Un besito muy grande!!