martes, 1 de septiembre de 2009

Más tinieblas (capítulo dos)

Cuando la ciudad duerme, me gusta subir al tejado con una taza de café y escuchar los sonidos de la noche. Hay todo un mundo que la gente se pierde por huir de las tinieblas. Madrid es una metrópoli que atrapa una vida nocturna singular, y que con la caída del sol comienza a latir muy despacio, acompasadamente, de tal forma que es muy difícil llegar a escuchar su verdadero corazón. A lo lejos, el ruido de las sirenas ahoga el estrépito casi seco del cauce del río Manzanares, y de vez en cuando hay un coche que parte en dos con sus luces las arterias de la capital, como un relámpago que recorre la superficie terrestre sin encontrarse con nada, sin alcanzar a nadie. Es ahora cuando se puede respirar hondo, y llenarse los pulmones del espíritu de una ciudad que huele a muerte y a vida, a miseria y a riqueza, a comidas de lujo y ropas harapientas. Si mantienes el aire dentro de ti el tiempo suficiente, puedes paladear el poso amargo que desprenden sus calles, y sentir cómo desgarra tu garganta el cuchillo acerado de la realidad. El aire de la noche yace cargado de recuerdos que levantan ampollas en el alma, a menos que hayas conseguido para la tuya una coraza en forma de herida que no deje pasar el suspiro nocturno de las aves muertas. La mía hace tiempo que se partió en dos, y se convirtió en un cuervo negro que vuela en círculos en una cárcel invisible, en el cielo negro de una ciudad que me alimenta con la sangre que derramo en aquellas horas en las que la piel se eriza intentando sentir la llegada del alba.

Han sido muchas las vidas que he arrebatado, pero casi no las recuerdo. Sí que tengo grabada en la mente, en cambio, mi evolución a través de todas ellas, mi comunión de sangre. Ni siquiera sabía adónde me dirigía hace ya casi cuatro años cuando decidí recorrer las calles de Madrid con la única compañía de una daga. No tenía intención de usarla, pero aquella noche el contacto frío de su hoja me hizo sentirme bien, formaba parte de mí. Buscaba una cara entre una multitud, pero sabía que la distinguiría cuando me encontrara con ella. Mi mente seguía congelada en aquella noche en la que ella se fue para siempre, sola, en la acera, mientras yo miraba paralizado el rostro de aquél que se llevaba su vida y no dejaba tras de sí más que el eco de unos pasos atropellados en una calle desierta. Había olvidado cómo era, pero sé que su imagen seguía latente dentro de mí, arrullada en un rincón de mi corazón, yermo para siempre, a la espera de un destello que le devolviera la luz, que le hiciera salir de su letargo. Cuando éste se produjera, estaría preparado.

Me llevó varias noches encontrarle, pero al final di con él. Los hombres somos animales de costumbres, y nos sentimos identificados con un entorno muy reducido, fuera del cual nos creemos vulnerables. Podemos escapar durante un tiempo, salir de nuestros dominios, pero pronto algo tira de nosotros y nos conduce a un regreso que apacigua nuestros nervios y nos embriaga con la sensación de volver a casa. No se acordaba de mí. Por lo menos, no acertaba a articular en su pensamiento por qué había una sombra al fondo de la calle, esperando a que llegara el momento de arrebatarle todo el aire que en esos momentos aspiraban sus pulmones. Si mi rostro le dijo algo, no encontró en el saco de los recuerdos el momento exacto con el que asociarlo, la circunstancia en la cual nuestros caminos se cruzaron, y provocaron que el suyo estuviera a punto de llegar a su fin.

Como casi cada día, me empapaba de alcohol mientras ella me esperaba al amparo de la noche. Sabía que no acudiría a nuestra cita, pero confiaba en que en el último momento mi sensatez ganara una batalla que tenía perdida de antemano. Esperó con la esperanza de que aún quedara para mí un rincón para la salvación, para que lo nuestro no acabara ahogado en un vaso de bourbon.

Le seguí durante un tiempo, y logré captar su atención. Se sintió amenazado y afiló su instinto depredador, para intentar que fuera su gesto, y no el mío, el que supurara tintes de amenaza. Estaba acostumbrado a oler el miedo en los demás, y no se dio cuenta de que lo que sudaba era el suyo propio.

Salí del bar completamente borracho y me dirigí a casa, dando tumbos por la acera. Ni siquiera me acordé de su rostro, o de sus ojos, o de sus manos, mientras recorría el camino hacia el que pronto dejaría de ser nuestro lecho. Me sentí despreciable, y una arcada subió por mi garganta, justo antes de vomitar en la acera la bilis amarga que mi cuerpo contenía. Estaba a dos manzanas de casa.

Pronto me convertí yo en el perseguido. Caminé al abrigo de las farolas asegurándome de que me seguía a una distancia prudencial. Si yo aceleraba el paso, lo hacía él también. Llegué a detenerme un momento frente a un escaparate oscuro y él hizo lo propio unos metros más atrás. Podía oír sus jadeos, su respiración entrecortada, a su corazón bombeando adrenalina en busca de un último empujón que le ayudara a decidirse a abordarme. Sentí que llegaba el momento y me desvié, poco a poco, de las iluminadas calles del centro, para sumergirme en las tinieblas de unas callejuelas de piedra, reminiscencias tardías del Madrid que fue alguna vez.

Doblé la esquina de casa y la vi desplomarse sobre la acera. Fue todo muy rápido, apenas un destello. Una hoja afilada, una cuchillada profunda, una herida mortal. Una sombra corría hacia mí y no acerté a moverme. Le vi pasar por mi lado, incapaz de mover un solo músculo, mientras ella, en el suelo, clavaba sus ojos en mí. Un grito ahogado. Una mano pidiendo socorro. Media vida que se me escapaba.

Llegamos a una calle pequeña en la que apenas entraba la luz. Sólo el lejano brillo de la luna nos servía como farol. Fui, poco a poco, caminando más despacio, con el fin de que él pudiera ganarme terreno, decidido como iba a convertirme en su próxima presa. Paré en seco cuando oí que aceleraba sus pasos, dispuesto a atacarme por la espalda. Entonces me giré y me lo encontré de cara. Rostro con rostro.

Cuando llegué a cogerla entre mis brazos, su aliento se apagaba. No podía hablar, apenas respiraba. Me miró, y en el fondo de sus ojos se adivinaba una mezcla confusa de sensaciones, un amalgama de reproches callados e ilusiones que ya nunca serían. Una mirada a medio camino entre el cariño y el desprecio.

Fue como si, de repente, su mente proyectara la imagen que su memoria llevaba tanto tiempo buscando. Se paró en seco y su cuerpo se paralizó en el preciso instante en el que vio asomar el mortal brillo de la daga. Descubrió, por fin, qué era el miedo, justo antes de que hundiera hasta el fondo la afilada hoja en su cuello, y empezara a brotar la sangre a borbotones. Era una sustancia densa, viscosa, pero no caliente. Una sangre oscura arrojada por un alma podrida condenada desde ese mismo instante a vagar por un limbo repleto de torturas venideras. Se desplomó, y sentí que desde alguna parte una mirada acerada me taladraba el corazón, y me inundaba los pulmones de hiel. Una mirada a medio camino entre el cariño y el desprecio.

1 comentario:

indo dijo...

las tinieblas, la muerte, la venganza...
y Madrid. tan Madrid todo.
me gusta, lo sabes, me encantan las novelas negras, así de oscuras, de nocturnas, de taciturnas...
bueno, esperaré el capítulo tres desde un rincón de esta ciudad que nos engulle en su oscuridad y a la vez nos llena de los ojos de sus luces extrañas y gaseosas..
un beso.