miércoles, 7 de octubre de 2009

Otoño

Esperé a que el verano me arropase con los últimos rayos de una calidez tardía, y te descubrí inmersa en el frío abrazo de un otoño particular. Me alejé de la ciudad que por siempre fue nuestra para llenar mis pulmones de un aire distinto, desconocido y quizá irrespirable, sólo para comprobar que tu silencio me hablaba de ti, de todo lo que querías decir y no te dejaban. El tiempo, las causas, los días. Los años, las palabras, la vida de los demás. Todo se nos puso por delante, y ni tú supiste hablar ni yo tuve valor para escucharte. Nunca llegamos a conocernos, pero tengo la sensación de que tú sabes de mí más de lo que yo sabré jamás, y abrigo la certeza de que te descubro en cada verso que disparas sobre unas páginas cargadas de fiebre. Ni siquiera observábamos la misma ciudad a través de ojos distintos. Para mí era un rincón oscuro donde el alma se endurecía y los recuerdos se te pegaban a la piel y te escocían, y sangrabas un torrente de memorias del tiempo que nunca fue. Para ti quizá la ciudad no fue más que un lugar donde jugar a ser alguien, donde encontrar el rincón que nos han dicho que nos aguarda, y que jamás pararemos de buscar. Yo sigo enamorado de ti, y tú lo estás de esta ciudad que me desprecia porque lloras y no sé qué hacer para enjugar tus lágrimas, salvo guardarlas en el frasco de mi recuerdo para bebérmelas en soledad, por la noche, cuando buscas en el armario los versos adecuados para rescatar los últimos posos del café. Quisiera saciar mi sed empapado en tus ojos negros, caminar con el alma cosida a los surcos de tu espalda, pero lo más cerca que he estado de tu piel fue cuando emprendimos juntos el camino a ninguna parte, y había cientos de kilómetros que nos separaban. Aun así, cada noche me asomo a tu ventana para verte respirar. Arrugas la frente en busca de aquello que quieres contar, porque sabes que debe estar en algún lugar, dónde lo habré dejado. Y yo sigo ahí, demasiado lejos de ti y muy cerca de todo el mundo. A kilómetros de allí, bajo tu ventana, dejando que las primeras gotas del otoño me traigan tu sabor, tu aroma, tu tacto. Con la ropa empapada de lluvia y sudor, viendo tu sombra tras el cristal. No te disculpes por aquello que no has hecho, no pidas perdón por no venir a visitarme. No tienes nada que temer. Tu sonrisa está encerrada en una cárcel de hielo que no soportará para siempre el calor de tu cuerpo, y ya asoma tu tacto a través de las rendijas. Los primeros susurros. Tú sigues buscando las palabras. Yo sigo esperando en la calle, bajo la lluvia. La ciudad se va llevando poco a poco el presente y convierte el hoy en futuro. Y este otoño maldito no para de llover...

3 comentarios:

Patricia Vera dijo...

Finalmente, encontraste un ratito para escribir "de verdad". No hace falta que me diga que me ha gustado, ¡nunca fallas!

Mara dijo...

¿¿¿¿Cuándo nos casamos??? tiooooo, escribes como los ángeles. Me encantas!!!Un besito!!

Anónimo dijo...

...pero lo más cerca que he estado de tu piel fue cuando emprendimos juntos el camino a ninguna parte, y había cientos de kilómetros que nos separaban...

Qué triste, I.
Aunque en otoño y los domingos por la noche se agradecen estas historias así, tan de manta, tan de café caliente, tan de a solas. Tan de ven y déjalo todo.