lunes, 9 de mayo de 2011

Feria medieval

En las noches de primavera, la ciudad entera olía a mimosa. Nadie sabía por qué, ni de dónde surgía ese olor que parecía quedar oculto durante el día, pero que al caer la oscuridad barría las calles de punta a punta, y convertía aquella pequeña urbe en un lugar apacible en el que perderse. Aun así, las calles estaban desiertas. No quedaba nadie en la plaza y sólo el sonido de la brisa, testigo de la tormenta que había sacudido las esquinas durante el día anterior, desafiaba la tranquilidad en la que dormía abrazada la luna. La feria había llegado. Y también la feria, en calma, olía aquella noche a mimosa.
Acababan de llegar a la ciudad, y apenas habían tenido tiempo de montar aún los tenderetes. Cada uno había cogido el sitio que se le había asignado, y algunos de ellos habían conseguido levantar ya una parte de los puestos, pero nada más. Todos se habían ido a descansar temprano, porque el día siguiente empezaría muy pronto, casi recién salido el sol, para darle los últimos retoques al entorno, con el fin de que todo estuviera listo para que la plaza, y todos los rincones por los que se extendía el mercado medieval, retrocediera en el tiempo y situara a los ciudadanos en algún lugar, en ese mismo punto del mapa, pero algunos siglos más atrás.
Este año, la feria medieval era enorme. Era la tercera vez que exponían en esa ciudad, pero en esta ocasión casi duplicaban el número de puestos que la edición anterior. Así, habían triplicado el espacio disponible. Normalmente concentraban la feria en la plaza mayor del pueblo, ocupando de paso una parte de las calles adyacentes, convirtiendo el centro de las ciudades en un núcleo medieval. Este año, los puestos empezaban en una pequeña plaza que había junto a la plaza mayor, al otro lado del ayuntamiento, y también habría tenderetes en la plaza de la catedral. La feria ocuparía en total tres zonas diferentes, y en todas ellas había ya algunos puestos a medio levantar. Los camiones y furgonetas ocupaban la parte final de la feria, y se repartían como podían alrededor de la catedral, algunos subidos en las aceras, otros obstruyendo por completo una calle peatonal; los más, aparcados malamente sobre la tierra amarilla que rodeaba el imponente edificio de piedra. Junto a uno de los camiones, el puesto de cetrería, el único montado por completo, con los halcones durmiendo dentro, con la cabeza tapada, debajo de las lonas. Sólo el sonido del aire al agitar las banderas, colgadas ya de las cuerdas que cruzaban las calles de balcón a balcón, rompía el silencio y la tranquilidad de la noche.

Pero no todo el mundo dormía.

En el otro extremo de la feria, en una de las calles adyacentes a la gran plaza porticada en la que aguardaba el grueso de los tenderetes, comenzaron a oírse los pasos apresurados de una persona que corría. El ruido de sus zapatos golpeaba nerviosamente las piedras, y las paredes de la plaza devolvían el eco de los pasos con la misma agitación con la que éstos le llegaban. Por una de las callejuelas apareció un hombre vestido con una túnica vieja, parte del vestuario que tenían todos los que participaban en la feria, y unas sandalias de cuero. Tenía el pelo blanco, mal repartido por las sienes, y una enorme calva en la parte de arriba de la cabeza. La gran barba, también blanca, contrastaba con el marrón de la túnica en el pecho. Corría con la prenda arremangada de mala manera, y las dos manos casi apoyadas sobre los muslos le daban a sus movimientos un deje cómico, de no ser…

… de no ser porque aquellos eran sus últimos pasos.

Se paró en seco nada más entrar en la plaza. Miró alrededor, jadeando, y reconoció una sombra en una de las paredes, a su izquierda, por encima de los pórticos. La sombra se fue haciendo cada vez más y más grande, mientras abría una gran boca negra de la que parecía escapar un grito sordo. El hombre se tapó las orejas con las dos manos, y pronto notó cómo el resto de sombras iba ocupando la plaza. A izquierda y derecha, sombras y más sombras. Ya estaban aquí.
Echó a correr mientras la plaza se llenaba de sonidos que sólo escuchaba él, que retumbaban en su cabeza pero no acertaban a romper el silencio sepulcral de aquella noche de primavera. Volvió a remangarse la túnica y cruzó la plaza de punta a punta con la esperanza de llegar a tiempo a los camiones para dar la voz de alarma, para avisar al resto de los feriantes. Siempre le habían considerado un loco, pero ahora, cuando todo empezaba a hacerse realidad, tendrían que escucharle, aunque fuera lo último que hiciera. Abandonó la plaza por uno de sus extremos, y las sombras se fueron detrás de él.

Cruzó todo lo rápido que pudo la pequeña calle peatonal antes de llegar al entorno de la catedral. Tropezó al subir los tres escalones y cayó de bruces sobre la arena amarilla. Las sombras se detuvieron detrás de él, encaramadas a los balcones y a las casas que le rodeaban. Ya no gritaban. Ahora estaban en silencio, expectantes, esperando para ver qué iba a ocurrir. El hombre se levantó como pudo y notó un dolor agudo en la rodilla, mientras la sangre manchaba la parte interior de la túnica y se derramaba, con su calidez, por la pantorrilla. Consiguió cruzar la mitad de aquella pequeña plaza cuadrada, hasta llegar al templete herrumbroso que marcaba el centro de aquel espacio. De repente, algo le paralizó por completo.
En el centro de la estructura metálica, como esperando para empezar a actuar, había una figura enmarcada en una túnica blanca, con la capucha puesta. No se le veía la cara. De haber llevado la capucha quitada, lo último que aquel viejo hubiera visto en esta vida hubiera sido un cráneo pelado y arrugado, y dos agujeros negros en las cuencas donde antes había ojos, una lengua gris y una boca pestilente. En lugar de eso, dos llamas rojas ardían, muy vivas, dentro de aquella capucha. El anciano, al ver que la figura avanzaba hacia él, se puso de rodillas y empezó a suplicar.

La figura avanzaba lentamente, cubriendo con paciencia la distancia que le separaba del viejo. En aquel trayecto, el hombre pudo distinguir el escudo de armas que portaban algunos de los caballeros que participaban en el teatro que sazonaba la feria cada tarde, grabado en uno de los lados de la túnica, junto al hombro. Lo reconoció justo en el momento en el que la figura se echaba sobre él. El anciano, de rodillas, vio el destello de una hoja afilada asomar por debajo de una de las amplias mangas de la túnica blanca, antes de que la figura, con una mano enguantada en una tela negra, le hundiera la cuchilla en la garganta.
Y desapareció. El anciano cayó hacia atrás tosiendo con dificultad mientras la tráquea y la boca se le llenaban de sangre. Notó el sabor de aquel líquido rojo, viscoso, que empezaba a ahogarle mientras se arañaba con las largas y sucias uñas la herida que acababa de abrirse en su cuello, buscando un resquicio por el que respirar. No lo encontró. Murió ahogado en su propia sangre, seca ya sobre la tierra amarilla cuando le encontraron, a la mañana siguiente.

Aquel día, por primera vez desde que había comenzado la primavera, la ciudad se despertó aún con aquel dulce olor a mimosa.

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