lunes, 5 de diciembre de 2011

Desamor

Cuando despertó, estaba tumbado boca arriba, desnudo, sobre la arena. Sobre su cuerpo caía un sol deslumbrante, cálido, ardoroso, pero su piel estaba empapada de un sudor helado que le hacía estremecerse. En mitad de aquel desierto inclemente, estaba temblando de frío. Intentó abrir los ojos, pero todo a su alrededor estaba negro. Todo era oscuridad. Se llevó las manos a la cara y trató de limpiarse los párpados, pero era inútil: sus cuencas estaban vacías. Las manos, mojadas también por el sudor, arrastraron hasta aquellos huecos por los que un día vio una multitud de pequeños granos de arena, que cayeron en sus cuencas. Ahora también le escocían. Tenía la boca seca, y en el esfuerzo por tratar de hacer remitir el picor que le martilleaba desde el lugar donde un día tuvo los ojos, intentó tragar saliva, y fueron cuchillas lo que le pasó por la garganta. El aire le arañó la laringe, y casi pudo notar, en la parte trasera del paladar, el dulce sabor de la sangre. Trató de levantarse, pero se sintió mareado y volvió a caer de espaldas, sobre la arena ardiendo. Si quería ir a alguna parte, empezar a buscar respuestas, debía replantearse las preguntas. Lo primero que debía hacer era averiguar dónde estaba. Mucho mejor, tenía que salir de allí. Se incorporó y se puso de rodillas, dejando que la arena le abrasara las tibias cuando posó sobre las pantorrillas el peso de su cuerpo. Involuntariamente, comenzó a sacudirse la tierra de encima con las manos. Primero, en el dorso de los brazos; luego en la parte baja de la espalda, después en los omóplatos, por lo menos en los sitios adonde llegaba con sus propias manos. Cuando quiso comprobar la parte delantera de su cuerpo se dio cuenta: algo faltaba. Y empezó a comprender. No era la primera vez que trataba de caminar junto a alguien y se dejaba el corazón en el intento. Con el temor con el que alguien acude al médico a recibir un diagnóstico fatal, se puso la mano derecha sobre el pecho, y comprobó que allí no latía nada. Se palpó con cuidado el resto de la cavidad torácica, no fuera a ser que el golpe sólo lo hubiera movido de sitio, pero no, no estaba. Había perdido el corazón. Tenía que empezar por ahí.
Y se puso manos a la obra. De rodillas, tal y como dio sus primeros pasos en el mundo, gateó en círculos deseando que, por una vez, no se hubiera marchado muy lejos. Era complicado, porque ahora que la mente empezaba a desperezarse, le había dado por escupir un montón de flashes, como fotografías que caen una encima de otra y se superponen, y en todas había un deje de dolor. Sus ojos, con ese color a mitad de camino entre el cielo del mediodía y el mar al amanecer. Una punzada de dolor. Su pelo, también a caballo entre el trigo del verano y el color de un fuego a medianoche. Otro pinchazo en el alma. Y sus manos. Y su cuerpo, delgado, pequeño. Y su piel. Notó cómo el estómago se le oprimía y quiso gritar, pero de su garganta, agrietada, ni siquiera salió un murmullo.
Ciego y mudo, siguió dando vueltas en círculo, tratando de no pensar en ella. Cuando estaba a punto de darse convencido, se percató de que no todos los sentidos le habían abandonado. Se quedó quieto, dejando caer el peso sobre sus pantorrillas de nuevo, erguido, con la esperanza de escuchar el latir de su corazón. Al principio, sólo le llegó el rumor de una brisa caliente. Luego, de repente, un ‘tac’. Y otro. Otros dos seguidos. Volvió a ponerse a gatas y se dirigió al lugar de donde provenían aquellos golpes, que bien podían ser el crujir de una madera seca. Cuando se sintió encima de ellos, próximo a su fuente, palpó la tierra a su alrededor con la esperanza de dar con él. Después de tres palmetazos en el suelo, tocó, con el canto de la mano derecha algo blando, poroso, una víscera caliente. La cogió con suavidad ahuecando las dos manos, y sintió su corazón latir en la punta de los dedos. El frío desapareció, y ahora era un calor ofuscante lo que ocupaba su lugar. Trató de quitarle la arena pasando con cuidado las manos por encima, como quien limpia una fruta que acaba de caer al suelo, y se acercó el corazón a la boca. Su corazón. Empezó a comérselo. Masticaba con cuidado cada bocado, y cada mordisco que daba le dolía. Tragó, y la garganta protestó, como siempre que se traga algo sin saliva. Otro bocado, y a masticar lentamente. Notaba cómo su corazón se le deshacía en la boca, y aun así masticaba con cuidado antes de tragar. Entre los dientes, rechinaba la tierra pegada a cada bocado que daba, y se le erizaba la piel.
Sordo y ciego, estaba de rodillas, en medio del desierto, bajo un sol abrasante, comiéndose su corazón.
De las cuencas vacías de sus ojos comenzaron a brotar oscuras lágrimas negras.

1 comentario:

Naar dijo...

roza el gore, pero me gusta. porque es dificil explicar como algo físico algo que no lo es, algo que sólo se tiene dentro.
total, me gusta, lo sabes.
un beso, mi escritor.