miércoles, 18 de abril de 2012

Folios nocturnos

Tengo tu nombre atravesado en la punta de la garganta, y hace tiempo que no lo puedo pronunciar. Lo empapo, lo cubro de alcohol, y no encuentro la manera de escupir una a una las letras para formar esa palabra interminable que me está quitando la vida, que se la lleva y no me deja nada. Se está acabando el tiempo para creer en ti, y he descubierto que si no creo en ti probablemente ya no crea en nada. Da igual lo que beba, o que no pruebe una gota y me pase la noche entera mirando la botella, viendo cómo el amargor de mis mejillas refleja en el líquido ambarino que espera para mojarte. Hay noches en las que el sol me ha encontrado mirando ese mar de cristal, con el vaso vacío al lado, sin haber probado una sola copa. Otras noches, como hoy, escribo en medio de una marejada de alcohol que no me deja controlar las palabras que salen de mi boca, porque las pronuncio antes de estamparlas en el papel, entre trago y trago, con la esperanza de descubrir entre una palabra y otra, entre esta y la que viene ahora, un sonido familiar: la música de tu nombre.
No, no lo he olvidado. Es sólo que cantar las melodías que compusimos no tiene gracia cuando lo hago sólo yo. Eran canciones para dos, para tu vida y la mía, y para la vida que empecé a creer que juntos tendríamos, pero que se me escurre entre los dedos sin que pueda hacer nada. Ahora mismo, debajo de la piel, sólo eres arena, y cerrar el puño lo único que consigue es que te vayas más deprisa. Así que aquí estoy, borracho, con la palma de la mano abierta viendo cómo tus lunares se deshacen, se convierten en polvo, y se me escurren de las manos. No puedo sujetarte como ya no te puedo tocar, quizá porque cuando te tuve enfrente, todas las veces que tenía tus pupilas clavadas en mí, no me atreví a estirar el brazo y a acariciar cada uno de tus dedos, tus poros y tus pecas. Me sé mejor tus lunares que los míos.
La botella se vacía. Poco queda ya. Casi no hay nada que beberme en otra noche en la que no te tengo, en la que no estás. ¿Por qué no estás? Quizá tengas razón y tuve yo la culpa. Quizá la culpa fuera tuya, y también tengas razón en eso. Lo único que sé es que mi casa es muy pequeña para sostenerme, en medio de esta soledad, y las paredes empiezan a oler como hueles tú por las mañanas, esas mañanas en las que tu cara era la primera que venía, en las que las calles y los coches eran testigos de nuestro primer abrazo. Ya no hay amaneceres como los de antes, ni anocheceres en los que, sentados en tu sofá, echabas la cabeza hacia atrás, y parecías más que nunca una niña, con las rodillas pegadas al pecho, los ojos cerrados, el cuello descubierto. Recuerdo una y otra vez cómo se estremecía con tus suspiros este trozo de piel tan blanca, tan tierna, tan inocente. A veces sueño que mantienes los ojos cerrados y que yo, en ese mismo sofá, rodeo con los labios tu garganta y puedo notar, en la punta de la lengua, cómo tragas saliva. Y esa saliva, en ese sueño, casi es mía también.
Acabo de servirme la última copa. Otra botella en la que no estás. Siempre que llego al final espero encontrarte en el fondo, tumbada, pegajosa, hiriente. Pero apuro botellas y nunca estás. No hay llamadas tuyas en el teléfono, ni mensajes pegados en la nevera, no tengo tus dedos a un palmo de mí. Llegamos a estar tan pegados que la ciudad era para nosotros, que no existía el frío paseando por las catedrales, que no se hacía de día juntos en tu portal, frente a frente, a un metro el uno del otro pero más pegados que nunca, buscando la excusa para abrazarnos mientras yo me invento un motivo para no soltarte jamás. Termina la botella y no estás, y eso que he vomitado dos veces, por si no me hubiera dado cuenta y te hubiera tragado sin querer, sin que al pasar por la garganta hubieras rozado tu nombre, que sigue atravesado. Con las mismas manos con las que te escribo he revuelto el vómito agrio de alcohol para buscarte, pero no estás en estas páginas, ni estás en las botellas, ni estás en la papelera que tengo a mi lado. Estás en mi garganta, sí; y estás dentro de mí. Pero no quieres salir, y yo no puedo sacarte. Te he sacado demasiadas veces, he hecho malabares para poner tus ojos delante de mí, para poder bañarme en tu mirada y conseguir, aunque fuera un poco, que me rozaras. No te dejas capturar. Cimbreas cuando voy a atraparte. Te escurres. No me alcanzan las manos. Y lo peor es que, hasta hace poco, yo no dejaba de correr detrás de ti. Ahora ya me he cansado. O no. Pero llevo tanto tiempo deseando ver tus ojos que no me conformo con correr detrás de tu melena.
Porque tus ojos… No sé qué decir. Tiempo después aún no sé si son azules, si son verdes, si no son. No sé con qué arma me matas, pero sé que lo haces. Y sé que me duele. Me dueles. Más de lo que te piensas. Probablemente, más de lo que yo creo también. Más del o que todo el mundo se puede imaginar. Tanto que algunas noches he roto el vaso en el que bebía sólo para intentar clavarme el vidrio en la piel y esperar que en medio de aquella sangre, en la oscuridad rojiza de mi cuerpo, aparecieras. He llenado páginas de sangre por ti. No sé cuánta me queda, ni cuánta voy a derramar todavía. Quizá la haya agotado. Quizá a todo el que me pregunta tenga que decirle que no, que no voy a ir, que estoy cansado de luchar. Que acercarnos no fue el remedio y los síntomas persisten; que la distancia tampoco alivia esta enfermedad.

Que no te he olvidado por más que lo intento.

Que no me he resignado, aunque en el fondo sé que nunca te voy a atrapar.

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