jueves, 26 de marzo de 2015

El faro

Cada inspiración era como una puñalada. El aire gélido de la noche se introducía en su cuerpo como un gusano de mil cuchillas y arañaba todo a su paso, haciendo que los pulmones estuvieran a punto de cristalizar. Y daba igual si el oxígeno se abriera paso por la boca o por la nariz, todo lo que rozaba lo destrozaba: garganta, tráquea, esófago... El frío le hacía sentir que todo su interior se agrietaba, que las entrañas se habían congelado y estaban a punto de romperse. Pero aun así no podía dejar de respirar, y menos con aquella cadencia atropellada que da la carrera. No, la carrera no, la huida. El que corre y el que huye llevan consigo respiraciones diferentes. La carrera implica un compás que se rompe al rasgar el pentagrama de la calma con el nervio del temor que llega en sacudidas. El que corre llena los pulmones y coge impulso para seguir adelante; el que huye en realidad boquea como un pez y va tirándole, como él, mordiscos a la noche en busca de una forma de dejar algo atrás. Cada inspiración era como una puñalada pero él no podía dejar de correr, tenía que llegar hasta el faro como fuera.
Le faltaban unos doscientos metros pero las piernas empezaban a flaquear. La adrenalina no era suficiente para mantener en pie el pesado cuerpo después de un duro día, pero no era momento para caer. No sabía si estaba detrás, pero volverse para mirar, parar a descansar un instante, cerrar la boca y tragar saliva para restañar la cueva quebrada de la garganta era otorgarle una ventaja que no desaprovecharía. No. No podía parar de correr. No sabía siquiera si el faro sería un escondite suficiente, una atalaya consistente desde la que vigilar el campo abierto y tratar de defender la vida. De eso se trataba, al fin y al cabo, de dejar que la noche se fuera y ver de nuevo amanecer, de ganar siquiera otro día. Estaba a punto de llegar a la pequeña portezuela de madera, vencida por los años y por la humedad por la cercanía con el mar, cuando las piernas se le doblaron y le mandaron al suelo. Rodó sobre la hierba y sus manos, congeladas, amenazaron con quebrarse por alguno de sus huesos, afilada su sensibilidad a causa del frío. Se levantó como pudo y se tiró sobre la puerta para terminar de echarla abajo con su peso y entrar en aquella estructura circular de piedra y silencio. Intentó encajar como pudo lo que quedaba de la puerta, rotos sus goznes, y respiró hondo antes de decidir en qué lugar de aquella torre era mejor esconderse.
Subió unos peldaños a tientas a través de una pequeña y vieja escalera circular de piedra pero se detuvo mucho antes de llegar arriba. Halló un hueco en una de las paredes y se aovilló contra la piedra, sin decidir todavía si aquél iba a ser su escondite o un lugar en el que tomar algo de resuello. Se concentró todo lo que pudo en el silencio que envolvía aquel faro para tratar de escuchar cualquier ruido que delatase su presencia, pero sólo oyó el quejido sordo del mecanismo que hacía girar la luz que guiñaba el enorme ojo postizo a los barcos que se acercaban al cobijo de la costa. Estaba congelado. No recordaba en qué momento había perdido el abrigo, pero se pasó la mano por la frente y se descubrió empapado, y sin saber por qué se detuvo un instante a pensar en que aquello era un contrasentido. Echó la mano hacia atrás y agarró con la pinza del índice y el pulgar la camisa, también empapada para despegarla del cuerpo en busca de un poco de aire que le secara, pero lo que encontró fue, al soltar la tela, que la prensa volvía hacia la piel y se pegaba contra ella, acentuando la sensación de frío. Un temblor le recorrió el cuerpo de arriba a abajo y de abajo arriba, caminando eléctrico por la espina dorsal. Trató de calmarse y aguzó el oído.
No escuchó nada.
Pensó en su hija. En aquella situación quizá debería haber reflexionado en cómo se había metido en aquello, pero la primera imagen que se le vino a la mente fue la sonrisa de su hija. La última vez que la vio, hace apenas diez días, corrió con ella por el parque y los dos cayeron sobre la hierba mojada y rieron, y estuvieron un rato allí tirados con la vista puesta en el cielo tratando de identificar formas conocidas en los dibujos que trazaban las nubes. Pensó en los últimos minutos que pasó con ella, la niña desafiante como siempre que llegaba la despedida y él firme en una pose formidable que escondía en realidad un alma desmadejada y rota, un enorme reloj de arena interior que daba la vuelta para descontar a puñados las dos semanas que pasarían hasta que volviera a estar con la pequeña. La dejó con su madre y trató de no llorar, pero no pudo. Fue a secarse las lágrimas con unos tragos de ginebra al abrigo de la oscuridad del antro de siempre...
Un ruido. ¿Ha sido la puerta? Si la hubieran arrancado de nuevo de su cerrar postizo, lo primero que debía haber entrado en el faro era el aire, pero no notó que hiciera, de pronto, más frío. Aguzó el oído y llamó al corazón a la calma, a no perder la cadencia recién obtenida.
No escuchó nada.
Quizá había sido el alcohol el primer paso hacia el desfiladero. ¿Pero qué salida tiene un hombre que lo ha perdido todo, salvo el precipicio? Quizá no supo dibujar otra alternativa, o no quiso... Sí supo, pero no lo intentó. No se puede castigar a un hombre que fracasa pero es justo que el telón caiga negro sobre aquél que se conforma con rendirse. Nunca había sido muy de pelear, la verdad, pero siempre confió en que cuando llegara el momento en el que la vida lo pusiera entre la espada y la pared encontraría los arrestos suficientes para agarrar con las dos manos la hoja sin temer la sangre que provocaría el filo, intentando liberarse de aquella trampa. Y allí estaba, en cambio, en un viejo faro, en la oscuridad, de cara a la pared.
¿Qué ha sido eso? Otra vez el corazón asomando entre los labios, con ganas de salir. Buscó con los dedos el apoyo del muro sobre el que estaba y trató de detener con ese gesto el tiempo para identificar otros latidos que no fueran los suyos, una respiración cerca. No encontró nada. Una punzada de dolor en el dorso de la mano derecha, sobre la que había caído antes de entrar al faro. Quizá se había roto algún hueso.
En realidad, no había mucho por lo que luchar. O sí. Vamos, sabes que sí. Al principio funcionaba, pero ya no te tragas esa mentira. Sí que tenías algo por lo que luchar, incluso antes de que llegara la enana a romperte el mundo y a sacudir todas tus prioridades. Estaba ella. Antes de que mandaras tu vida a la mierda tenías el tacto de sus pies fríos bajo las sábanas, los besos por la mañana con sabor a café, el follar salvaje de las noches de lluvia o esa pasión lenta que te regalaba las tardes en las que estaba triste y se desnudaba entre lamentos mientras caminaba por el pasillo, y tú la seguías por el sendero de ropa que trazaba hasta que la veías sentada en la cama, con los pies estirados hacia ti para que le quitaras el último de los calcetines. Tenías su mirada limpia en invierno y su salsa boloñesa. Joder, cómo cocinaba la salsa boloñesa. Y luego llegó la enana y las miradas fueron para los dos, y había cuatro pies fríos contra tu piel algunas noches. Hacía diez días que no la veías y quedaban cuatro para volver a verla. Es martes por la noche. Tienes que llegar al miércoles, pensó.
Apartó de un manotazo todas las imágenes de su pensamiento y volvió a concentrarse en el silencio. Escuchó, muy de fondo, cómo rompían las olas contra la costa y se convenció a sí mismo de que nada iba a pasar, de que todo saldría bien. De que no había nadie cerca. Que pronto sería miércoles y habría un día menos por caminar. Se puso en pie y se estiró instintivamente la camisa, y al contacto con la piel le pareció un poco más seca. Se estremeció un poco, pero contuvo el temblor antes de avanzar escalera abajo.
Caminó despacio para no hacer ruido y trató de ganar la puerta, que estaba en el lugar en el que él la había dejado. Se detuvo antes de encarar los últimos peldaños y respiró despacio para marcarle a su corazón el rimo a seguir. Bajó el último escalón y se acercó hacia la puerta.
Lo sintió antes de verlo.
Un reflejo como de plata en medio de aquella oscuridad. Un arañazo brillante captado por el rabillo del ojo.
Trató de agarrar la puerta y arrancarla de nuevo, pero algo le hizo volverse apenas había puesto la mano encima del viejo trozo de madera. Al hacerlo, lo atrajo un poco para sí y abrió con ello una rendija de luz.
Y la vio. Al tiempo que el puñal le atravesaba la garganta. Y llegó a distinguir en el fondo del paladar tres sabores que se mezclaban: el acero, la sangre y la saliva. Quiso tragar y no pudo. Se notó de nuevo la frente empapada de sudor y alzó la mirada para verla un instante.
Y lo último que pensó fue que era la mujer más guapa que había visto en toda su vida.

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